En 1762, Jean-Jacques Rousseau publicó la obra ‘El contrato social’, uno de los libros que incitó a los franceses a llevar a cabo la Revolución que aplastó al Antiguo Régimen, y del que ‘bebieron’ la mayor parte de las constituciones liberales que aún perduran hasta nuestros días. De hecho nuestra Carta Magna es digna heredera (al menos en parte) del espíritu de Rousseau.

Pero volvamos al origen de ‘El contrato social’. Rousseau parte de la base de que todas las personas nacen libres e iguales por naturaleza. Y es verdad. Llegamos a este mundo inmaculados, si bien desde el primer soplo de aire empiezan las trabas, algunas de ellas necesarias para que no reine la barbarie, y otras tantas desmedidas.

Como Aristóteles, Rousseau veía en la clase media la armonización del individuo y los poderes del Estado. Entre ambos se firmaba una suerte de contrato con ciertas cláusulas que cumplir. Por ejemplo, los ciudadanos libres e iguales pagamos unos impuestos que sirven para mantener los resortes estatales, que a la vez prestan unos servicios con los que ejercer nuestras libertades. Una especie de engranaje sujeto a ciertas crisis que hay que superar de la mano y no enfrentados.

El problema surge cuando una de las partes rompe el contrato. Se acabó la armonía. Generalmente es el Estado el que resquebraja esa confianza, con medidas abusivas que van cercenando poco a poco las libertades con las que hombres y mujeres llegamos al mundo. Cadenas que esclavizan la mente, el cuerpo y el alma del individuo, para regocijo de una casta constituida en oligarquía.

“Cuanto más crece el Estado, más disminuye la libertad”, o “La resolución de los asuntos se vuelve más lenta, a medida que se encargan de ellos mayor número de personas”, son algunas de las frases con las que el filósofo francés advertía del advenimiento de las dictaduras o la perpetuidad del Antiguo Régimen.

Dos siglos y medio después del principio de Rousseau, el contrato social que los españoles firmamos con el Estado ha quebrado. No es que de un año a esta parte, en nombre de la salud y de la seguridad, se haya borrado de un plumazo la libertad del individuo. El problema viene de tiempo atrás. Las libertades individuales de los ciudadanos han ido menguando en proporción al crecimiento de los tentáculos estatales.

El ejemplo más evidente se encuentra en el expolio fiscal. El debate no es si pagar impuestos o no. Eso es estéril y absurdo. Los impuestos son necesarios, pero el saqueo no. Si los tributos sirven para tener una mejor sanidad, educación y carreteras, bienvenidos sean. Si los tributos sirven para garantizar la seguridad individual y la propiedad privada, bienvenidos sean. Si los tributos sirven para respaldar al que menos tiene, y apoyar puntualmente al que peor lo está pasando, para impulsarlo de nuevo hacia la libertad, bienvenidos sean.

Pero desgraciadamente no es así en este nuestro país. El paradigma de España es que la democracia es solo una máscara de la partitocracia que contamina todas las instituciones creadas para salvaguardar la libertad de los individuos. En esto tenemos todos cierta responsabilidad, al haber cedido y cedido espacio, entregando derechos a una oligarquía más preocupada de su propia abundancia.

Con este abuso la paz social está apunto de romperse. Con una deuda pública escalando a niveles del 140% del PIB, alguien pagará todo este desajuste de la balanza entre individuo y Estado. Las espaldas de los españoles no pueden soportar más desmanes de unas instituciones que juraron o prometieron servirles, y no solo no lo hacen, sino que abandonan a las primeras de cambio. La tendencia ha variado. Y o se renuevan las cláusulas del contrato social, o el estallido que está por venir sepultará lo que tanto costó construir, por la avaricia de unos pocos.