Si una palabra se ha escuchado hasta la saciedad durante este pasado fin de semana tanto en las decenas de ayuntamientos madrileños como fuera de ellos, esa ha sido la de diálogo. Y es que más allá de partidos, de siglas, de acuerdos, de programas y de pactos, si hay un mensaje claro que dejó el pasado 26 de mayo es que los ciudadanos quieren que se gobierne desde el diálogo, desde el acuerdo y, sobre todo, mirando el bien de las ciudades y de sus vecinos.

Es por eso que una vez acabado el largo tránsito electoral que comenzó allá por los meses de enero y febrero, y que culminó el sábado con la toma de posesión de concejales y la investidura de los nuevos gobiernos, ha llegado el momento de ponerse a trabajar mirando hacia el futuro.

Los ciudadanos quieren que se gobierne desde el diálogo, desde el acuerdo y, sobre todo, mirando el bien de las ciudades y de todos sus vecinos

El escenario dibujado tras los comicios municipales y que se ha terminado de configurar tras varias semanas de negociaciones y pactos deja un puñado de ejecutivos en minoría. Este hecho ha de llevarnos a dos conclusiones relevantes: por un lado, que la dirección de ciudades y municipios, desde aquellos con miles de habitantes a esos que apenas cuentan con unos pocos cientos de vecinos, va a depender de todos, de gobiernos y también de oposiciones; por otro, derivado de lo anterior, se impone un ‘striptease’ de los ropajes sectarios que hasta ahora han venido mostrando con orgullo determinadas formaciones.

Gobernar o trabajar desde la oposición exige hoy más que nunca un esfuerzo por alcanzar consensos y por respetar la legitimidad de todos. De poco sirven en este contexto en el que nos encontramos las posiciones maximalistas desde el punto de vista ideológico cuando lo que está en juego es el bienestar de los vecinos y el futuro de las ciudades.

Es hora de desterrar la visceralidad y la bronca permanente hacia el adversario; los ciudadanos han penalizado esa forma de hacer política

Situaciones como las vividas durante algunas de las ceremonias de investidura de hace cuatro años parecen haber pasado, por suerte, a mejor vida porque se ha demostrado que en nada ayudan a la convivencia y a crear el ambiente que permita convertir un ayuntamiento en una herramienta en favor de las personas. Restar legitimidad a determinados partidos elegidos democráticamente y que toman decisiones en conciencia, y al mismo tiempo ungirse de legitimidad para hablar en nombre de la ciudadanía es un pobre servicio a la convivencia democrática.

Mal harán los que quieran usar las instituciones como laboratorio de posiciones radicales que obvien a esa mayoría de vecinos que no les votó. Es hora de desterrar la visceralidad y la bronca permanente hacia el adversario de la vida pública.

Los ciudadanos han penalizado esa forma de hacer política y ahí tenemos el caso de Carlos Delgado Pulido, líder de ULEG, un ejemplo paradigmático de esas malas artes que nunca deberían permitirse por el bien de la armonía social. Los vecinos castigaron con extremada severidad a la formación leganense, que perdió nada menos que un tercio de sus representantes en el Consistorio. Su caso supone una seria advertencia para aquellos que pretendan rehuir el diálogo en unos tiempos en los que debe primar el consenso.