Un poco de historia. En la segunda mitad del siglo XVIII y bajo el paraguas de la Ilustración nació una forma de Gobierno autoritaria denominada ‘Despotismo Ilustrado’, o ‘Absolutismo Ilustrado’. Su lema fue: ‘Todo para el pueblo, pero sin el pueblo’. Una concepción paternalista del poder, de un Estado omnipresente, donde el gobernante aplicaba medidas en favor de un pueblo al que ni se le consultaba o tenía en cuenta para su realización.

Aquí en España (y ciertamente en toda Europa), su principal exponente fue el Rey Carlos III, conocido popularmente como: ‘El mejor alcalde de Madrid’ (su concepción de la capital todavía hoy es más que visible).

Y es que el monarca, como sus coetáneos continentales, abrazó los postulados de la Ilustración (‘Sapere Aude’) para llevar a cabo un cambio político que demandaba la sociedad de la época. Ahora bien, dicha evolución no podía realizarse a través de la revolución, contraria siempre a los intereses del poder establecido, y debía llevarse a cabo tutelada por el Estado, con herramientas gubernamentales para educar a las masas no ilustradas.

En principio, una forma de Gobierno basada en las ‘buenas intenciones’, en lo mejor para el pueblo. Pero ya reza el dicho popular que el cementerio está plagado de esas buenas intenciones y el individuo llevado al límite suele revelarse ante quien osa tutelarle desde la imposición, y no la razón, curiosamente la principal característica de la Ilustración.

Así estos reyes (Carlos III por supuesto), movidos por ese ego supremacista que les otorgaba su cetro, menospreciaron al pueblo y sus costumbres. Resultaron ser muchas cosas, menos ilustrados. Ya se sabe que un hombre puede cambiar de todo, menos de pasión, y si el Gobierno está dispuesto a cruzar esa línea, se expone a situaciones como la del ‘Motín de Esquilache’, o más grandilocuentes, como la francesa.

Ahora bien, ese es el último dique de contención de una sociedad libre: armarse de razones para detener en las calles la deriva totalitaria del Gobierno de turno. Unos poderosos que, a pesar del tiempo, siguen sin entender las características del pueblo, de un individuo que quiere vivir con normalidad, sin cargas más allá de las razonablemente entendidas, y no estar sometido a los abusos del Ejecutivo. Ese es el último dique, porque el penúltimo es un Poder Judicial independiente. Si no tanto entonces, más hoy, en pleno siglo XXI.

Esto nos retrotrae a una actualidad donde, recientemente, la Audiencia Nacional ha detenido las imposiciones (otra vez) del Gobierno de Pedro Sánchez hacia las comunidades autónomas, gracias al recurso de Madrid. Y eso que tal vez la Audiencia sea el órgano judicial más politizado de nuestro ordenamiento jurídico, pero hay una ley no escrita llamada sentido común, de la que se ha alejado (en verdad nunca estuvo cerca) el Gobierno de los 23 ministerios.

Este Ejecutivo, con Sánchez a la cabeza, quería volver a imponer por la vía de los hechos unas medidas restrictivas y abusivas carentes de razón. Y hacerlo a través de un órgano colegiado elegido por nadie, saltándose todos los resortes legales y democráticos existentes.

Eso demuestra que seguimos bajo la tiranía de políticos déspotas e iletrados, más que ilustrados, que insisten en cambiar la vida del pueblo (sin el pueblo) a través de tarifazos, como el de la luz, agendas 2030 o 2050. Una suerte de abusos que nos llevan al límite, y ahí está la historia para enseñarnos lo que sucede cuando se gobierna desde la sinrazón.