
El relato: «Mientras el hijo duerme»
Blanca cerró la puerta con cuidado, con temor de que cualquier sonido pudiera delatar su presencia. Su hijo descansaba tranquilo en la cama. Siete años, pequeño y vulnerable, y ella era la única barrera entre él y la amenaza que todavía la seguía, invisible pero no irreal. La casa estaba en silencio, tanto que las sombras parecían presencias. Se dejó caer contra la pared, exhalando un suspiro de alivio pero también de miedo. Por una parte sentía que estaban a salvo; por otra, no estaba convencida.
El teléfono vibró en el bolsillo de su fina chaqueta de punto larga y suelta. Un mensaje. La pantalla se iluminó. Blanca lo sacó y lo miró mientras el corazón latía deprisa y su respiración se detenía. No necesitaba abrirlo para saber quién era. Su nombre aparecía en la pantalla, seguido de un texto que la heló: «No creas que esto ha terminado. Sé dónde estás».
La habitación parecía querer aplastarla y se metió en la cama, abrazó a su hijo muy despacito para no despertarlo, y con miedo de que sus latidos lo alertaran. Su hijo se removió entre sus brazos y lo abrazó más fuerte. Tenía que mantener la calma. La voz de Clotilde, clara como siempre, intervino: «No dejes que el miedo te controle. Ahora mismo solo es una sombra».
Se levantó con mucho cuidado y revisó la casa, asegurándose de que todas las ventanas estuvieran cerradas, las persianas bajadas y los cerrojos puestos. La sensación de ser observada se intensificaba. Cada sonido le sobresaltaba; cada crujido del suelo parecía anunciar su llegada. Sabía que él no la dejaría en paz, que podía intentar cualquier cosa para recuperarla, aunque ella no tuviera nada material que él quisiera…, pero sí tenía su miedo y la ilusión de control que le quedaba.
El móvil volvió a vibrar en su bolsillo, siempre lo llevaba con ella. Esta vez, un nuevo texto: «No importa dónde corras ni cuánto, siempre te encontraré. No es solo tu vida, es la de tu hijo. No cometas errores».
El miedo se mezcló con la rabia. Durante veinte años, había sentido ese control sobre su vida, y ahora, aunque libre físicamente, él intentaba atraparla con sus amenazas.
Regresó al dormitorio y se metió de nuevo en la cama. Abrazó contra su pecho a su hijo, mientras trataba de pensar con una frialdad imposible. Cada paso que diera debía ser calculado al milímetro. No iba a quedarse quieta, aunque estuviera aterrorizada. No podía permitir que él la hiciera retroceder, que volviera a dominar su vida. Clotilde le susurró: «Busca donde él no puede tocarte. Esa casa es tu refugio, pero no tu prisión. Usa tu mente, usa tu corazón, usa todo lo que él no puede corromper«.
El reloj parecía marcar cada segundo con lentitud, prolongando el terror que sentía. Miró alrededor, cada objeto le parecía un cuerpo a punto de atacarla y cada sombra la sentía como si él estuviera en cada una de ellas observándola. Su hijo, con su respiración rítmica y confiada sobre su pecho, le dio fuerza. Si algo podía desafiar la oscuridad, era la certeza de protegerlo.
El teléfono volvió a vibrar. Esta vez no era un mensaje escrito: era un audio. La voz de él, baja y fría, atravesó la habitación: «No puedes esconderte. Nunca lo hiciste. No vas a escapar de mí». Un temblor recorrió su cuerpo. Sabía que estaba jugando con su mente, buscando paralizarla.
Respiró hondo y cerró los ojos. Clotilde estaba ahí, con su presencia silenciosa y firme. Le habló como lo hacía cuando era niña, cuando el mundo parecía demasiado grande y cruel: «Respira, piensa, confía en ti misma. Cada sombra se desvanece si avanzas con claridad».
Ella abrió los ojos y miró a su hijo, acurrucado junto a ella. Con el teléfono en la mano, decidió no responder. Cada palabra de él podía ser una trampa, y era seguro una manera de medir su reacción y después usarla para manipularla. Se acomodó con el niño sobre su pecho, repasando mentalmente los posibles escenarios. Cada respiración que daba. aunque no fuera relajada, era un acto de resistencia, un recordatorio de que no volvería a ser víctima.
Y mientras la noche avanzaba con ella en vela, y un ligero viento golpeando las ventanas, Blanca se iba repitiendo algo esencial: la verdadera libertad no era escapar físicamente de él, sino vencer el miedo que él sembraba en su mente, en su cuerpo. Él estaba ahí fuera, seguro, vigilando, amenazando… pero dentro de esas paredes, ella tenía algo de ventaja. Su amor por su hijo y Clotilde eran su fuerza, y eso él no lo podía tocar. Su amor no.
Fuera, la ciudad dormía o se desvelaba, en cada piso, en cada casa, la escena variaba, ajena, mientras ella, con el teléfono apagado a un lado, escuchaba sus pensamientos. Sabía que él podía aparecer, y que podía hacerlo en cualquier momento. Que podía intentarlo de nuevo, pero esta vez no habría terror absoluto. Esta vez había un poquito de luz.