Pura ficción: «Domingo roto»

Son las diez de la noche de un domingo en el que Blanca no ha podido descansar apenas. Casi no ha dormido, pero lo que más le pesa es no haber tenido un respiro mental, un silencio. Ha sido una semana de vaivenes y bucles feos, de pensamientos que se enroscan y aprietan, de pequeñas amenazas que no siempre vienen de fuera.

Y ella solo quería un día fácil, sencillo, un domingo alejado de cualquier estímulo, un día en el que la mente divaga sin herir, en el que el cuerpo se abandona un rato a la pereza. Pero no ha habido tregua.

Camina con paso cansado, la bufanda mal colocada en el cuello y el abrigo más abierto de lo que debería para el frío que hace. Cuando un adoquín levantado la sorprende, su pie derecho se hunde un poco y resbala, y ella da un pequeño brinco hacia adelante. No se cae, pero está a punto. Avanza dos o tres pasos descompasados, moviendo los brazos en un gesto torpe y cómico, como si tratara de abrazar el aire para equilibrarse. Le daría vergüenza si hubiera gente. Al final consigue enderezarse. Suspira. Se regaña, aunque con suavidad. «Presta atención, Blanca». Se lo dice sin dureza, con ese afecto que ha aprendido a tenerse después de años hablando consigo misma como si fuera una enemiga. Aún hay una inercia, un impulso antiguo de reprocharse todo con demasiada fuerza. Pero al menos ahora es capaz de frenarlo.

Intenta recordar la última vez que se cayó de verdad, cuando sus rodillas tocaron el suelo o sus manos se rasparon. No lo sabe. Quizá hace años. La memoria no quiere colaborar. Y tal vez es mejor así.

Un tipo aparece por la calle, caminando en la dirección contraria, con un aspecto que le hace tensar la mandíbula. No sabría decir porqué: quizá la forma en la que arrastra los pies, la capucha demasiado baja, o la sensación —irracional, pero nítida— de que sería mejor no cruzarse con él. El cuerpo habla antes que el pensamiento. Y ella ha aprendido a escucharlo. Acelera el paso apenas ha recuperado el equilibrio, lo suficiente para que su respiración se agite un poco y su corazón bombee con más fuerza. No echa la vista atrás, pero lo siente alejarse.

«Céntrate», se dice. Aunque tampoco sabe muy bien en qué.

A esa hora las calles del barrio están casi vacías. Solo algún coche que pasa demasiado rápido, algún portal mal iluminado, algún bar en el que recogen las mesas en silencio. Blanca piensa si debería coger un taxi o seguir andando. Le vendría bien caminar, ese movimiento rítmico que a veces ordena los pensamientos o al menos los desplaza a un lugar menos hostil. Pero está cansada. Lleva muchas horas de pie, demasiadas, y las luces blancas de Urgencias todavía le laten en las sienes. En el hospital había tanta gente que parecía que el aire iba a estallar. Entre el ruido de los monitores, las voces tensas de los familiares, los pasos apresurados de enfermeras, la espera se había hecho más física que temporal.

Mira la bolsa de plástico que lleva en la mano, anudada con ropa sucia, y piensa que tampoco le hace gracia subirse a un taxi con eso. No sabría dónde ponerla, ni cómo sostenerla sin sentirse observada. Lo absurdo es que ni siquiera importa, pero en ese momento las decisiones más pequeñas se vuelven una agonía. Elegir qué camino tomar, si abrigarse más, si esperar cinco minutos o dos, si hablar o callarse… Todo cuesta. Ella se siente más cómoda en los asuntos extremos, donde no hay grises: situaciones con una claridad brutal, casi cruel, donde sabe exactamente lo que tiene que hacer. La incertidumbre cotidiana, esa que parece inofensiva, le agota más que el peligro.

Sacude la cabeza, como si pudiera desmontar así el pensamiento. Tiene la sensación supersticiosa —irracional, lo sabe— de que si sigue imaginando escenarios, acabará haciéndolos reales. Y no quiere. No quiere que por pensarlo llegue a casa y suceda algo. Algo más. Algo que no pueda sostener esta noche.

Así que respira hondo, como le enseñaron una vez. Camina un poco más rápido. Se concentra en el sonido de sus pasos, en el peso incómodo de la bolsa, en la luz anaranjada de las farolas. Y de pronto, entre una exhalación larga y el frío que se cuela por el cuello del abrigo, siente la primera punzada de alivio que tiene en todo el día. No es paz, ni descanso. Pero es un gesto mínimo de tregua, como cuando la ciudad parece por fin guardar silencio un segundo.

Quizá no pueda evitar del todo los pensamientos oscuros, ni los adoquines sueltos, ni los hombres que le despiertan alerta. Pero puede seguir caminando. Y a veces, en noches como esta, eso es suficiente.

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