Pura ficción: Las historias de Blanca

La última vez que la habían llamado Blanca fue en un mensaje de texto: “Maldita enfermedad. Maldita Blanca”. Un mensaje cargado de maldad. Había despecho, rencor, enfado, frustración por lo que entendió como un abandono absolutamente injustificado. Y maldad; en aquellas palabras había deseo de hacer daño, ir al punto de dolor para cortar el aliento y un anhelo inagotable, eso lo ha sabido y vivido después, de extender el sufrimiento y a ser posible la agonía hasta convertirla en un personaje tan agónico que tuviera que quitarse la vida. Por él: no habría tenido Blanca ni un milímetro más de existencia. “Cuando se ataca a puntos que se conocen ya como débiles, ¿es posible justificarlo con enfado o despecho o ira?”, le había dicho su abuela muchas veces, que solía concluir con un resignado: “Es que hay gente mala, no sé porqué, pero la hay”.

Blanca ha estado cinco años evitando su nombre, haciéndose pasar por otra persona, ejerciendo una profesión completamente diferente a la suya, empleando otro nombre, evitando todas las zonas donde pudiera encontrarse con personas que la reconocieran y sin plasmar su primer apellido jamás. Cinco años que casi la habían convencido de que ella era esa otra persona con la que se defendía del infierno. Un infierno orquestado y creado por él, que no ha dejado de escribirle mensajes y correos electrónicos. La mayoría para repetir una frase que empleaba cada vez que se enfadaba con ella a lo largo de los muchos años que compartieron vida o casa o ficción o lo que sea que el tiempo acabe definiendo: “Ojalá te encierren en un manicomio de por vida”. Blanca siempre pensaba, nunca lo dijo: los manicomios no existen.

Lee por enésima vez el mensaje en el que la llamó Blanca, y lo hace con una sana intención: comprobar que por vez primera desde que se tuvo que esconder se reconoce en su nombre. Leerlo le produce placer, un placer que la aleja del terror en el que se había visto obligada a vivir. No se siente una sobreviviente. Mira a su abuela para darle la primera sonrisa completa que le ha dado en años. Habla con ella casi siempre desde que murió, la ha acompañado estos años de vivir de puntillas, escondida. Merece ver esa sonrisa.

Es verdad, y le duele recordarlo, pero ahora ya puede porque no le pasa, que los primeros años le costaba no poder tocarla como antes, ni salir con ella a la calle y tener que disimular delante de los demás, porque no podía exponerse a que la tacharan de loca. Se enfadaba con el mundo por sus juicios. Como si estuviera leyendo a Blanca su abuela la avisa.
-No vayas a exponerte ahora, Blanca. Porque ya sí puedo llamarte Blanca, ¿verdad?
-Es una pena tener que hacer un papel para que no te juzguen como ‘rara’ o ‘trastornada’. ¿Por qué las mujeres siempre tenemos que cargar con ese cartel?
-Ay, hija, ya lo sabes. Es así. Lo sé yo que soy de una época que nada tiene que ver con la tuya…
-Ellos siempre dicen que estamos trastornadas. Pero ¿nadie se pregunta cómo es posible que todas las parejas del mismo hombre hayan estado, según él, mal de la cabeza? Una de dos: o lo están o las vuelve él. A lo mejor acabo haciendo caso a ese amigo suyo periodista que me dijo que lo mejor que podía hacer era escribir una novela y titularla de manera inequívoca, que todos lo supieran.

Su abuela se ha quedado pensando en su generación y los sacrificios que tuvieron que hacer. Ella quería ser maestra, y era tan buena en clase que hasta el maestro de la escuela fue a ver a su padre para convencerlo de que la dejara estudiar. No pudo ser y no fue, las mujeres en aquellos años en España no iban a la Universidad.
-Abuela, ¿sabes que me sigue escribiendo? -le interrumpe Blanca.
-Sí, pero hace tiempo que no.
-No, me escribió ayer de nuevo. Pero no lo he leído.
Blanca mira el móvil y sonríe. Ya no le hace daño, las letras de él se han convertido en una pequeña piedrecita en un zapato que puede sacar, y, sobre todo, saca sin ninguna complejidad ni ejercicio extraño de contorsionismo mental y angustia. Puede que sea el momento de empezar con aquella sugerencia que no tomó en serio en su momento y que le hizo pensar en lo poco amigos que eran algunos de sus amigos.
-Bueno, abuela, mientras lo pienso, voy a leer un rato.

Con un gesto rápido elige un libro. Blanca no duda: ‘La Regenta’.

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