«La condición»

Mientras camina deprisa, suele hacerlo de esa manera, sin rumbo preciso, con el único objeto de parar la mente, un pensamiento le asalta. O un recuerdo. O una pregunta…, o su respuesta. Sí, es una respuesta a una pregunta que ella no se ha formulado, pero que le han hecho los últimos años, porque ha sido en los últimos años cuando no ha podido permanecer en un lugar cerrado muchas horas. Hubo un tiempo que fue al revés.

¿Por qué sales tantas veces a la calle? Se lo ha preguntado sobre todo una persona. Él. Sin mala intención, sin curiosidad fea, sin búsqueda de razones morbosas. Y ahora, caminando sin huir, porque no huye, eso se acabó, la respuesta adelanta a todos los pensamientos que iban en diálogo desordenado y con el volumen un poco más alto de lo que Blanca consiente. Y cómo siendo tan evidente no se había detenido a pensarlo, se dice y esta vez en voz alta; no hay temor a que la tomen por loca, su mayor temor y probablemente el más fundado. Pueden pensar que habla por teléfono con uno de esos cascos sin cable que Blanca no lleva, aunque lo intentó. Todo el día encerrada hasta las cuatro de la tarde. Y a esa hora, siempre y cuando se cumpliera la condición, no una, sino la condición, entonces ella podía salir. Una hora exacta, si traspasaba ese tiempo se acababa la salida. Lo que se requería para que se le concediera esa hora al día no era sencillo, y hubo días que hasta las cuatro en punto no supo si la condición se cumpliría.

Le dan ganas de coger el móvil y llamarlo para contarle aquello. No sabe si sabe tanto de aquella época suya, o si conoce esos detalles o esos momentos, no recuerda si se lo ha contado o no. Hace ya unos años que no habla del pasado, ni del lejano ni del cercano. Con él tampoco. Cuando ha querido hacerlo, ha sentido esa sensación tan fea como alejada de la realidad de que no le importaba. A él le importa todo de Blanca. Anticipa la conversación y se ve enfadada pensando en que no tenía que haberlo llamado, porque es una bobería y mejor callarse. Además, una de sus normas es pasear rápido y no hablar por teléfono ni responder ni leer mensajes, para que nada turbe sus pasos. Son pasos de cura, de sanación, son pasos hasta que el ruido cesa, porque o gana la cabeza o ganan las piernas, y en su caso las piernas son muy resistentes. Podría caminar días, meses, ojalá lo hubiera descubierto antes, aunque de alguna manera ya lo sabía porque lo hacía. Y otra foto del pasado se le pone delante de los pensamientos. Ella caminando y contando baldosas, recorriendo un pasillo hasta llegar a cien y volver a empezar porque si no era muy larga la cifra.

Sin saberlo, ha ido haciendo lo que hoy hace de manera intencionada. Por y para su bien, es el camino de la consciencia, sin necesitar la evasión y sin recibir gritos, sin necesidad de demostrar nada a nadie, porque ese alguien que andaba por ahí llamando trastornada a toda mujer que no hiciera exactamente lo que él quería, lo demandaba, exigía y de la manera más retorcida. Gritando un momento para bajar el tono y esbozar un falso lo siento. Una salida con portazo. Una lata estrellada en una pared. Un bofetón para calmar los nervios.

Le dan ganas de sentarse en un banco que, sin embargo, deja atrás mientras acelera el paso. Rápido hasta que se calle. Porque siempre se calla. O hasta que salga y ceda, porque se tiene que reconocer que, por eso y de ahí ese temor, no es capaz ni de trasladar a su abuela. Sí, su abuela, la madre de su padre, la mujer fuerte que le ha dado suelo bajo los pies cuando estos estaban a punto de caer en un agujero infinito. Su abuela, su compañera, la mujer que no la ha abandonado. Seguramente, sospecha Blanca, lo sepa y no lo diga. Tan prudente. Mira al lado para comprobar que no está, a veces se abstrae tanto que no se da cuenta de que está a su lado, aplacando o animando, según el estado, aunque exista ya siempre una mesura que, hasta cuando Blanca es atacada por cierta taquicardia, la distancia y el equilibrio siguen en ella. Aunque parezca imposible. Si pudiera, se lo diría al mundo entero: Yo sé la clave.

Se va cansando, los latidos no son una amenaza, y en caso de que lo fueran siempre podría recurrir a las flexiones. Diez, veinte o cien. Una voz aguda y desagradable la saca de su momento de contemplación. La juzgadora (no jueza, se corrige, porque corrige hasta lo que piensa y no dice) se sitúa en primer plano: ¿por qué no se calla el dueño de esa vocecilla molesta y perturbadora? Escucha aunque no quiera, y constata su sospecha: es innecesario lo que dice. Tiene ganas de acercarse y decirle que se calle, pero no lo hace. Da la vuelta. Camino a casa, su casa, con respuestas y también preguntas. Hasta que no deje que salga todo ese temor que no confiesa ni a su abuela no podrá marcharse. Bien, se dice, adelante entonces. Vamos allá

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