Para 40 años va el mandato socialista en Fuenlabrada. Más de los que duró en el poder un señor bajito, regordete y con bigote a quien quieren sacar ahora de su tumba 40 años después de su entierro. Cierto que ese señor bajito no permitía otros partidos políticos que el suyo propio, y cierto que no convocaba elecciones cada cuatro años; aunque sí algún referéndum o plebiscito muy de cuando en cuando… lo mismo, dicho sea de paso, que pretenden hacer otros señores que prohíben una lengua que hablan casi 500 millones de personas para imponer otra lengua que no habla ni el 3% de los europeos.

De ahí que no sean pocos los pensadores políticos que desconfían por sistema de los referéndums y de los plebiscitos. Y con razón porque, salvo en muy señaladas ocasiones –como el referéndum de la reforma política que abrió la Transición, o como el de la ratificación de la Constitución—los referéndums, en el mejor de los casos, suponen una clara dejación de responsabilidades –por cobardía política, principalmente—de quienes han sido elegidos para gobernar y tomar decisiones. Véase si no, el lío que organizó David Cameron con el Brexit para resolver la división interna del Partido Conservador británico entre europeístas y euroescépticos.

Y, en el peor de los casos, los referéndums son el instrumento favorito de dictadores y demagogos de todo género para justificar sus prácticas o para reforzar sus poderes. Basta con citar los que convocó Franco, el que convocó Hitler en 1934 para fusionar los cargos de Canciller y Presidente de la República de Weimar y, más recientemente, los que convocó Chávez para avanzar hacia la dictadura no declarada del todo que sufren los venezolanos.

Decíamos que va para 40 años el mandato socialista en Fuenlabrada. Democrático, por supuesto, y refrendado durante esos 40 años por los electores fuenlabreños. Pero 40 años repitiendo las mismas fórmulas son muchos años hasta para un gobernante autocrático, no digamos para uno democrático. Hasta ahora, a Robles, en Fuenlabrada –que ya lleva tres legislaturas, después de que Quintana gobernara cuatro seguidas—le han sostenido su astucia, los clamorosos errores de sus adversarios ‘populares’ y, sobre todo, unas siglas, las del PSOE, que eran garantía de un partido con cuadros, cargos y representantes a la altura de las responsabilidades de gobierno y perfectamente identificado con la socialdemocracia europea.

Sin embargo, después del terremoto que ha organizado Pedro Sánchez en el partido político que más años ha gobernado la España democrática –23 de los 39 que tiene la Constitución Española—está por ver si el PSOE sigue siendo ese valor seguro donde los españoles de centro-izquierda puedan refugiarse cuando decidan que es necesario cambiar de gobierno. De momento, Sánchez ya ha avisado de que no quiere interlocutores entre la militancia y él, al estilo de Podemos y de todos los demagogos que en el mundo han sido y serán, desde los tiempos de César. Y es que Sánchez, hábilmente, hay que reconocerlo, ha transformado las primarias del PSOE en un plebiscito de reivindicación personal, desde el victimismo y el rencor hacia un establishment caduco que murió de éxito hace ya algunos años.

Sánchez, desde luego, ha conseguido lo que quería: vengarse de la vieja guardia y los barones regionales que le defenestraron y erigirse líder indiscutible del PSOE. Pero al Presidente del Gobierno no lo votan los militantes socialistas, sino el conjunto de los españoles. Y está por ver si Sánchez, de catástrofe en catástrofe electoral, logrará alguna victoria final… o correrá el mismo destino que sus colegas franceses, devorados por la revolución centrista de Macron y por Mélenchon, el Pablo Iglesias francés.

Mientras tanto, Sánchez tendrá que administrar su aplastante victoria interna si no quiere acabar como los generales alemanes, de victoria en victoria hasta la catástrofe final. Y la prueba del nueve la veremos muy pronto en los congresos regionales y locales. En lo que toca a la agrupación de Fuenlabrada, que apostó al caballo que nadie dudaba de que iba a perder, el caballo que le atizó la coz máxima en la frente a Pedro Sánchez, la que más le dolió probablemente, lo tiene un poco crudo; aunque Manuel Robles está tranquilo. Al fin y al cabo, esta es su última Legislatura y puede permitirse el lujo de la indiferencia. La incógnita es quién heredará a Robles. ¿Francisco Javier Ayala? Mucho se demora en rendir pleitesía a Pedro Sánchez… Y en política, ya se sabe, hay que correr siempre en auxilio del vencedor.

Aunque la cuestión ya no es tanto quién heredará a Robles sino, más bien, si quedará algo que heredar.