Una semana después de que se conociera que la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, se había relacionado con los responsables de la ‘trama Koldo-Ábalos-Sánchez’, la Fiscalía de Madrid ha tenido el detalle de presentar una denuncia contra Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso, y otras cuatro personas por presunto fraude en el impuesto de sociedades en los ejercicios 2020 y 2021 detectado en la Agencia Tributaria, que ascendería a 350.951,41 euros.

“¿De quién depende la Fiscalía? Pues ya está”, le dijo Sánchez, en plena euforia, a un periodista de Radio Nacional.

Cuando el nombre de la mujer de Sánchez saltó a los medios, los portavoces del Gobierno, del partido socialista y sus terminales del equipo de manipulación sincronizada; se mostraron escandalizados porque la familia de los políticos se viera implicada en asuntos que nada tienen que ver con la actividad pública de sus protagonistas políticos.

La portavoz del PSOE, ese unicornio transparente llamado Esther Peña, aseguraba que se debía a la “mala baba” de algunos periodistas y su “manía de nombrar a personas que no aparecen ni por activa ni por pasiva en ningún documento”.

Las informaciones de varios medios constataban que Begoña Gómez había mantenido reuniones con el comisionista del caso Koldo, Víctor de Aldama, y con el consejero de Globalia, Javier Hidalgo, el holding propietario de Air Europa, en plena negociación del rescate millonario de la compañía aérea en 2020.

No obstante, por mucho que esas relaciones estuvieran perfectamente documentadas, para Peña y demás voceros de la izquierda, esas relaciones eran sencillamente “coincidencias en ferias y congresos”.

Y publicar el nombre y referirse en esos términos a la señora de Sánchez suponía una prueba palmaria de que la ‘fachosfera’ no tenía escrúpulos, hasta el punto de atreverse a implicar a la familia en los turbios asuntos de sus parientes socialistas, los de las tramas infinitas, los del partido más corrupto de España y probablemente de Europa.

La denuncia contra el novio de Ayuso se refiere a hechos que podrían suponer delitos fiscales por conducta defraudadora, consistentes en reflejar en la declaración del Impuesto de Sociedades de una sociedad “gastos ficticios basados en facturas emitidas por diversas sociedades que no se corresponden con servicios realmente prestados”.

“Como resultado de dicha conducta, el contribuyente, conocedor de sus obligaciones tributarias, de forma consciente y voluntaria, ha presentado autoliquidaciones del Impuesto de Sociedades, por los periodos impositivos comprendidos en el año 2020 y 2021, no veraces, dejando de ingresar con su comportamiento fraudulento la cuantía, de 155.000 euros para el Impuesto de Sociedades del año 2020 y de 195.951,41 euros para el Impuesto de Sociedades del año 2021 en el Erario Público”, acusa el Ministerio Fiscal.

Es decir, una presunta trama de facturas falsas que funcionaba en los ejercicios 2020 y 2021, una época en que, mira por dónde, la presidenta madrileña no conocía al presunto, no era su pareja ni nada parecido, y, por tanto, se trata de unos hechos de los que la que hoy es su pareja ni tiene idea, ni nada parecido. Algo que cualquiera que tenga pareja, es decir, cualquiera, sabe.

A Isabel Díaz Ayuso se le exige que dé explicaciones por las cosas que pudo haber hecho su novio en la época en que no lo conocía.

La izquierda entera, la política y la mediática, ha sumado estas acusaciones a las que ya vienen siendo un clásico, es decir, las referidas a su hermano, sobre cuestiones que ninguna instancia judicial, ni los jueces en España ni la Fiscalía europea nunca tomaron en cuenta.

Y, mientras, al presidente del Gobierno se le libera de cualquier relación con su cónyuge, que se reunía con los que recibían dinero público para resolver sus quiebras, gracias a decisiones que tomaba el Consejo de Ministros que presidía ese mismo presidente.