No hay día últimamente en que no nos desayunemos con imágenes de macrobotellones que desembocan en algaradas, disturbios y enfrentamientos con la policía salpicando los noticiarios de cualquier cadena de televisión que se precie. Ocurren, además, en cualquier punto del país, sin distinción y con el denominador común de que conforme pasa el tiempo crecen en virulencia.

En las últimas fechas los hemos tenido en el barrio barcelonés de Sants, en la localidad cántabra de Noja o el municipio vizcaíno de Elorrio, por citar algunos de los que más repercusión han tenido por su inusitada magnitud.

Pero también los hemos visto en la Comunidad de Madrid. En Alcalá de Henares o San Sebastián de los Reyes, por ejemplo, donde los disturbios se saldaron con cuantiosos daños materiales y varias detenciones. O el pasado fin de semana en Alcorcón, cuando efectivos policiales se vieron obligados a realizar disparos al aire y varias cargas para disolver una concentración de cerca de 200 jóvenes. Por fortuna, el enfrentamiento no derivó en daños personales ni detenciones, pero los vecinos de la zona se llevaron un morrocotudo susto.

En estos tres últimos casos, el patrón fue muy similar y el decorado coincidió con las fiestas patronales de estas populosas localidades. Era previsible que pudiera ocurrir algo así, teniendo en cuenta el caldo de cultivo existente en nuestra sociedad, pero cada vez resulta más difícil de atajar tamaña belicosidad.

El problema que se presenta es mayúsculo y los expertos citan varias razones como detonante. Quizá el más recurrente sea el que tiene que ver con la pandemia, que ha generado un estrés evidente en una parte de la juventud que utiliza esta violencia como válvula de escape. Asimismo, habría que citar las elevadas tasas de desempleo juvenil y la falta de alternativas de cara al futuro, lo que también redundaría en un manifiesto desencanto.

Eso por no hablar de la evidente crisis de autoridad que atraviesa la sociedad a casi todos los niveles: familiar, educativo, judicial, e incluso policial. Existe una palpable sensación de impunidad que impele a un sector de la juventud, no especialmente numeroso, pero sí cada vez más exaltado, a rebelarse contra los normas establecidas a la menor oportunidad. Todo ello unido a una banalización de la violencia sin precedentes (acuérdense de la Ley de Menor).

Y luego, para completar el inquietante escenario que nos aguarda, habría que hablar de las limitaciones de las fuerzas y cuerpos de seguridad, que no solo tienen que lidiar con la falta de efectivos y medios materiales sino con las crecientes limitaciones que se encuentran a la hora de hacer frente a este tipo de situaciones, en las que cada vez se encuentran más expuestos frente a los violentos.

Urge, pues, una reflexión social a todos los niveles para encontrar el modo de contrarrestar esta lacra antes de que sea demasiado tarde. El final de la pandemia y la mejora del mercado laboral juvenil ayudarían lo suyo a paliar la situación, pero sería imprescindible actuar también con decisión a nivel formativo para recordar ciertos valores perdidos. Sin eso, la solución se antoja harto improbable.

En estas próximas semanas celebrarán sus fiestas patronales otras ciudades de la zona sur como Getafe y Fuenlabrada. Nos consta que sus gobernantes han tomado nota de lo acontecido en las últimas semanas. Ahora deberán mostrar su capacidad para que no ocurra lo mismo.