En 1950, en pleno auge del Macarthismo y la tan famosa ‘Caza de Brujas’, Elia Kazan -absuelto por el Comité de Actividades Antiamericanas de forma dudosa tras su vinculación al partido comunista- filmó con absoluta maestría Pánico en las calles, una de las películas menos recordadas del cineasta, pero con muchos matices que a día de hoy, más que nunca, siguen de actualidad.

La historia arranca en los bajos fondos de Nueva Orleans, con el asesinato de Kochack -teóricamente proveniente de la Europa del Este- a manos de Blackie –Jack Palance– y dos de sus secuaces -entre ellos Zero Mostel, también objeto de persecución del Comité- por una disputa de cartas.

Cuando los forenses practican la autopsia al cadáver del inmigrante descubren que este tiene la peste negra, poniendo inmediatamente en alerta a las autoridades para prevenir un posible contagio masivo. Al frente de la investigación se sitúan el médico militar Clinton Reed –Richard Widmark– y el capitán de la policía Tom Warren –Paul Douglas-, que tienen 48 horas para dar con los asesinos y evitar el contagio y la histeria masiva que amenaza a la ciudad.

De cuando en cuando, la ficción y la realidad se dan la mano en la gran pantalla, brindando trabajos como ‘Pánico en las calles’ que, más de sesenta años después de su estreno, no ha perdido la vigencia de la época. Un ejemplo más de que el cine se adelanta a su tiempo y nos enseña que el pánico y la histeria no conducen a nada bueno.

Ya lo vimos en el año 2009 en España con la Gripe A -y antes las ‘vacas locas’-. Con la entonces ministra socialista de Sanidad, Trinidad Jiménez, fuimos de los países del mundo que más dosis de Tamiflu adquirimos para hacer frente a una ‘epidemia’ que apenas tuvo repercusión sanitaria. Sí social, y por eso gastamos dinero público a espuertas -y en mitad de una crisis económica descomunal- para ‘calmar’ a la población. Ya se sabe con el efecto placebo.

Años más tarde vino el Ébola. En 2014 concretamente, cuando murieron dos misioneros que habían cogido la enfermedad en África y fueron tratados en España. Como consecuencia se infectó la enfermera que los trató, Teresa Romero. Y volvió la histeria colectiva. Hasta agarrado a la barra del Metro te contagiabas de Ébola. Como no, las habladurías, chismes y morbosidades varias eran más atractivas que la realidad. Es decir, de nuevo nula incidencia -afortunadamente- en una población de millones de habitantes.

Y ahora tenemos el coronavirus, que parafraseando al expresidente Felipe González -vivir para ver: de las pocas voces sensatas que quedan en el socialismo patrio-: “El miedo al coronavirus mata más que la enfermedad”. Es verdad que la Organización Mundial de la Salud ha avisado de una “eventual pandemia” y que el virus se transmite, por lo datos que hay, con excesiva rapidez y facilidad. Pero a nivel mundial su índice de mortandad -de nuevo afortunadamente- es mínimo. No llega ni al 1% de la población de la Tierra.

Sin embargo otra vez cunde la psicosis, el fin del mundo y el pánico en las calles. Y eso se debe a una sobreinformación de este asunto, mientras se empiezan a olvidar otros temas de actualidad en nuestro país. Por supuesto que es sensato mostrar preocupación. Lo cual no es sinónimo de histeria, mala consejera para estos asuntos. Y aunque las autoridades chinas no sean muy convincentes, lo mejor es la prudencia y una llamada a la calma.