Todo país que se precie está compuesto de dos caras para la misma moneda: sector público y sector privado. Ambos se retroalimentan, pero hay que recordar, que el primero no se entiende sin el segundo.

Para que exista un servicio público, previamente hay alguien que lo ha pagado. Generalmente, vía impuestos. Al menos en aquellos países que se presuponen libres y democráticos. Son estos dos puntos los que debe favorecer un Estado, que ha de ser lo menos intervencionista posible. Hay que armonizar ambos sectores si finalmente sus ciudadanos quieren tener una calidad de vida, cuanto menos aceptable.

En España, de un tiempo a esta parte, vemos como la balanza se ha desequilibrado hacia un sector público, cada vez más grueso; y uno privado, raquítico. Solo así se explica que el personal quiera ser funcionario a toda costa, mientras la empresa privada carece de ingenieros, camioneros, camareros o albañiles. ¿Cómo es posible que estos sectores no encuentren trabajadores en un país con más de tres millones de parados?

¿Cómo es posible que sectores de producción no encuentren trabajadores en un país con más de tres millones de personas en paro?

La raíz del problema, una al menos, está en que se ha llevado al extremo la política de la subvención, castigando la ley del esfuerzo y la meritocracia. Sobre todo a nivel político, donde encontramos a auténticos inútiles siendo ministros, consejeros, alcaldesas o concejales. Personas, sin oficio ni beneficio, que han escalado a través de sus partidos, y cobran de nuestros impuestos un dinero que jamás percibirían en la empresa privada. Van de un sitio para otro, buscando acomodo y vivir directamente del erario público, que al contrario de lo que decía la nefasta Carmen Calvo, sí tiene dueño.

Es duro pero real. El paradigma de este país ha cambiado hacia un votante medio, que prefiere vivir de la subvención al sudor de su frente. Primero porque desde la propia escuela se ha enterrado la cultura del esfuerzo. Y segundo, porque nuestros representantes políticos no son un ejemplo en nada. Triunfa la mediocridad, que en cascada contamina al resto de la pirámide poblacional. Solo así se explica que seamos campeones en deuda pública y en paro juvenil, lo que pinta un futuro nada esperanzador, a pesar de las oportunidades.

Esa es la cultura, pues, que ha ido infectando sin prisa pero sin pausa a la opinión pública, y que aboca a un país como España a la ruina absoluta. Es insostenible, decimos, que una nación pueda soportar más una deuda del 120% del PIB. Es decir, que de cada cien euros que cobra el Estado, 120 vayan a pagar a nuestros acreedores. El descalabro absoluto.

Y mientras, siguen llegando mensajes de ayudas de 400 euros para chavales de 18 años, que gasten en (supuestamente) Cultura; o ayudas de 250 euros al alquiler para jóvenes, que también prometió José Luis Rodríguez Zapatero en 2007, y el resultado es de sobra conocido. Es decir: gasto, gasto y más gasto público, que repercutir sobre las maltrechas espaldas de un sector privado agonizante, que paga esta “fiesta” por la vía del IVA, Sociedades, IRPF y un largo etcétera de impuestos municipales, regionales y nacionales.

Va a costar sangre, sudor y lágrimas revertir este paradigma. Pero no queda otra, si queremos salir del pozo de miseria al que, unos en las urnas y otros en la gestión, se nos ha abocado.