
La luz más fascinante ilumina el Museo del Prado con la exposición dedicada al fin a Veronese
Deslumbrante e inédita, así es la exposición que el Museo del Prado acoge hasta el 21 de septiembre: ‘Paolo Veronese (1528-1588)’. Una muestra con la que se salda la importante deuda que con el artista teníamos, la de dedicarle un monográfico. Al fin ha llegado, y lo ha hecho con un traje donde el arte, el teatro y la poesía del artista visten las seis salas de la exhibición.
Entrar en las estancias que la acogen es como adentrarse en un palacio veneciano del siglo XVI. Paolo Veronese, el pintor de las fiestas eternas y las fastuosas galas, es puro deleite para el espectador, que podrá disfrutar de su majestuosidad a través de las 103 obras que conforman la exhibición. Algunas de ellas han sido traídas desde el Louvre y el Metropolitan de Nueva York, entre otros.
Veronese no pinta cuadros, crea escenarios y hasta se puede intuir una música virtuosa como fondo. Sus cenas, como la célebre Cena en casa de Simón, no son solo representaciones bíblicas, son óperas de luz y representaciones casi reales de personas a punto de hablar. Es la magia del teatro la que atrapa Veronese en sus cuadros.
Decía el artista que pintaba según su inspiración, y esa inspiración se deja ver claramente en sus cuadros: pura luz, bello atrevimiento, fantasioso y fantástico color.
Ordenada en seis estancias o capítulos o incluso actos, en cada una de ellas se propone un viaje. La primera, De Verona a Venecia, nos lleva a sus primeros pasos, con sus dudas y sus descubrimientos. La segunda, El gran espectáculo, es una muestra de lienzos monumentales que nos trasladan a otro tiempo y a salones que ya no existen más que ahí, en sus cuadros. La tercera estancia, Proceso creativo, está compuesta por sus bocetos, dibujos y secretos. Alegoría y mitología es el cuarto acto, y en él asistimos a escenas mitológicas donde la elegancia, seña de Veronese, se puede casi tocar. En el penúltimo capítulo, El último Veronese, llegan las pinturas más sombrías y meditativas, las de los últimos años, tocadas por la melancolía de la peste y el paso del tiempo.
El final de la exposición, la sexta sala, Los herederos de Veronese, está dedicado a algunos de los que fueron seducidos por la luz irreal e irrepetible del pintor. Una luz que da pena perder al salir de este viaje que hacemos dentro del Prado.