El relato: La venganza que no cesa

El sonido del timbre la asusta. El ruido perturba a Blanca mucho más de lo normal, algo que ha entendido a sus más de 40 años. Hasta no hace demasiado tiempo seguía defendiéndose de lo que consideraba ataques. Cuando le señalaban lo exagerado de su malestar ante el cierre de una ventana o una puerta, una voz un poco más alta, unas llaves cayendo en un cajón o una carcajada algo elevada, ella no lo concebía exagerado, de ahí su defensa. Ahora lo sabe.

Durante veinte años él se lo repitió de manera constante; como todo lo que no le gustaba de ella o como todo lo que quería conseguir. Sin embargo, su extrema sensibilidad no la pudo modificar; los cimientos eran demasiado sólidos, tanto como una infancia y adolescencia, las de Blanca, plagadas de silencio. Creció sin ruido, al menos el exterior, sin portazos sin persianas sin un solo grito sin un paso airado sin tacones sin zapatillas aplastando una mosca. Nada. En su casa reinaba el silencio. Con el tiempo a ella se le fue haciendo necesario, hasta que resultó imprescindible. Como ahora, justo cuando ya sabe de lo exagerado del asunto. Tanta es la necesidad que elige horas donde hay poca gente en la calle. Pocos coches.

El corazón continúa acelerado en un intento de taquicardia. Contesta al telefonillo, mientras por dentro se afea el gesto. No deberías contestar, se dice mientras contesta y escucha su nombre y sus dos apellidos y la palabra ‘notificación’. No quiere abrir pero abre, y luego abre también la puerta de su piso y coge lo que un hombre, que no va vestido de nada que lo haga parecer un cartero, le da mientras le pide el DNI, la cifra sale sola por su boca mientras se censura el hecho. Cierra la puerta, los latidos van a la velocidad que intentaban. Respira fuerte hacia fuera, por la boca, casi un resoplido que lo sería si el ruido no le molestara, baja los hombros y se da un par de instrucciones. Empieza a abrir lo recibido con una lentitud que contradice a su corazón agitado. Son diez cartas. Solo abre dos, las deposita en la encimera de la cocina y coge el móvil, que vuelve a abandonar, porque sería obedecer al impulso, y ahí siempre se ha equivocado, o la mayor parte de las veces.

Aún entra en alguna respuesta que no querría, pero no puede eliminar totalmente su impulso, que es fuerte, el de un animal con la herida siempre en sal. No va a mandar el mensaje que su mente le dicta ni va a llamar a la abogada a la que hace tiempo que no ve pero con quien guarda un contacto, para Blanca, bastante continuado.

Imagina la respuesta y cómo la impotencia crecería, las palabras «ya sabes, Blanca, cómo ha conseguido tu dirección». Como si saltarse todas las normas porque se puede, porque él puede, fuera algo que tuviera que interiorizar y aceptar. «Pero si conoces perfectamente su poder, ¿de qué te extrañas?»: escucha a la abogada a la que no llama…

Ingenua, inocente a pesar y después de todo, la implacable jueza de sus actos la señala. Blanca levanta el dedo hacia Blanca. Blanca lo vuelve a guardar. Tarda poco, aunque lo suficiente para que se sienta un poco ridícula. ¿Por qué? Es enfermizo y malvado, y eso, si fuera un libro o una película, el espectador o lector lo vería, pero como es realidad ya no resulta tan fácil. Muchas veces ha tenido que explicar la verdad y en cambio lo que no lo era pasaba todos los filtros.

No se daba tanta cuenta, es más durante años ni siquiera pensó en algo como el poder que tenía él o quería tener o iba teniendo. Para Blanca no tenía poder a esos niveles, le parecía normal, lo creía y convivía con todo como si fuera algo cotidiano y posible para todos. Una llamada, un favor, un cambiar una fecha, una comida en el mejor restaurante de cada ciudad, cenas en lugares que la hacían sentir diminuta… Regalos, viajes, lujo… No lo vio así jamás, incluso le resultaba hortera por excesivo y aunque siempre terminaba yendo, su cabeza pasaba días buscando maneras de no ir.

En una ocasión lo consiguió, y escribió un relato en el que contaba todo lo que sucedería si acudían a un evento. Se cumplió: murió uno de los organizadores y habría muerto él si hubieran ido. Eso sirvió. El terror por lo que pasó la llevó a no decir nada semejante nunca más. Mucho menos a escribirlo.

«La clave es esperar a que pase y hacer algo mientras pasa», susurra su abuela. Se pone Blanca unas botas altas y de tacón bajo para salir a terminar con la emoción. Duda si aprovecharla para hacer lo que tiene que hacer, lo que debería hacer, pero gana la necesidad de calma. Sale a la calle. Caminar y caminar y caminar hasta que le duelan las articulaciones y la fatiga no la deje actuar.

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