Que la política española se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en una suerte de mercado persa, es más que evidente. Tú me das, yo te doy, tú me quitas, yo te quito. Ni líneas rojas, amarillas, azules, verdes o moradas. Nada. Todo vale con tal de conservar la cuota de poder, hasta convertir a los políticos en una especie de ‘yonquis’ del dinero público. Total, como “no es de nadie”.

El último ejemplo es la polémica Ley de Educación (y ya van ocho desde 1970), conocida como ‘Ley Celaá’, esa que salió adelante este jueves en el Congreso y seguirá su curso en el Senado, con entre otros apoyos, los de ERC y PNV. El separatismo catalán y vasco, uno de extrema izquierda y otro extrema derecha (los opuestos se atraen, sí), que ha logrado que el español deje de ser vehicular en aquellas regiones con lenguas cooficiales.

Es decir, llevar a la norma lo que de facto ya se estaba haciendo en estas comunidades. También en Galicia, por cierto, donde gobierna el PP de Nuñez Feijóo. A cambio de esta cesión, el Gobierno de Sánchez se garantiza “estabilidad”. Entrecomillado, sí, pues la voracidad independentista no conoce límites.

La conjura de los necios no se detiene, ya que la ley contempla también pasar de curso, sin límite de suspensos. Da igual hipotecar el futuro de los alumnos, los adultos y votantes del mañana, o minar la motivación del profesorado. Como decimos, todo vale con tal de mantener esa cuota de poder. Que la sociedad no se pregunté por tal o cual cuestión, que llegue a poner en duda la gestión del Gobierno, por ejemplo, en una pandemia. Borregos y no personas.

Por si fuera poco tal grado de ignominia, la ‘Ley Celaá’ pone en el paredón a la educación especial, para darle el tiro de gracia. Dice su Disposición Adicional Cuarta, que “las administraciones educativas velarán para que las decisiones de escolarización garanticen la respuesta más adecuada a las necesidades específicas de cada alumno o alumna”.

Añade: “el Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de 10 años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas y en cumplimiento del cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad”.

Y culmina con: “las administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios”.

Esta ambigüedad qué significa. Pues vaciar los centros de educación especial para que los alumnos, la mayoría con discapacidades, sean asumidos por la escuela ordinaria, lo que a la larga derivará en el cierre de los centros especiales, como bien apunta la ‘Plataforma Inclusiva Sí, Especial También’. Ingeniería social de la Agenda 2030.

Casi un millón y medio de españoles ya han firmado contra esta ley, gracias a la iniciativa de la Plataforma Más Plurales, que ha convocado una manifestación en Madrid el 22 de noviembre, a las 11.00 horas. El PP también ha emprendido una campaña similar, mostrando esa cara en oposición, que pronto olvida cuando toca poder. Se ha sumado la educación concertada, creada por el PSOE, y que también recibe el estacazo de la ‘Ley Celaá’.

La ministra no se ha sentado con la comunidad educativa, ni ha pulsado su sentir. En el mercado persa de la política, importa más el tráfico con ERC. Ya decía Thomas Jefferson, que “cuando los gobiernos temen a la gente, hay libertad”, y “cuando la gente teme al gobierno, hay tiranía”. El domingo sabremos si hay una u otra.