El pasado 10 de marzo, Isabel Díaz Ayuso decidió ser el César que cruzó el Rubicón, y no aquel Julio, víctima de la traición en el Senado, precisamente unos idus de marzo. Oliéndose la espada de Ciudadanos en la espalda, la presidenta se adelantó a sus adversarios políticos y convocó unas elecciones confiando en la máxima que Virgilio plasmó en la Eneida: Audentes fortuna iuvat.

Y no solo la fortuna le ha favorecido, sino un pueblo, el madrileño, que ha apoyado en masa su gestión en este tiempo de pandemia. Una política basada en la libertad de elección y en tratar a los ciudadanos como adultos. Una política en la que evitar morir de coronavirus (ahí está el hito del Zendal, que ha permitido que la segunda, tercera y cuarta ola no haya colapsado la Sanidad) o perecer de ruina, hambre y miseria. Una política, en definitiva, donde se ha armonizado la salud y la economía, y los resultados hablan por sí solos, con unos datos similares de contagios a otras regiones de España, y liderando la creación de empleo.

Precisamente en este año de pandemia, Isabel Díaz Ayuso ha agigantado su figura política gracias no solo a esa gestión, sino también por mostrar una alternativa a la política catastrófica y de bandazos que ha representado en este tiempo el Gobierno de Pedro Sánchez. De hecho, Ayuso ha mostrado el camino a seguir para lograr el cambio político que saque a España de la oscuridad ‘Sanchista’.

Revés serio para un PSOE aplastado en las urnas madrileñas. Moncloa se volcó de lleno en esta campaña, con ministros de todo pelaje protagonizando mítines, amenazas y sainetes varios. La principal víctima socialista: un Ángel Gabilondo reducido a la mínima expresión. El otrora profesor dialogante, capaz de llegar a acuerdos, ha comprobado en sus propias carnes lo que ocurre cuando uno se acerca a Sánchez y se convierte en su títere: que sale contaminado por esa política de marketing, basada en la absoluta nada. A Gabilondo nunca le sentó bien ese traje marrullero y farsante que ha definido al presidente del Gobierno. Y ahí está el resultado: un vapuleo de Ayuso.

La presidenta madrileña, favorecida por la audacia y la libertad, ha hecho también que otro personaje siniestro de la política española, Pablo Iglesias, se marche. Cierre al salir, señoría, porque Unidas Podemos está acabado. Madrid no quiere comunismo y así se lo ha hecho saber. Ahora bien, el Frankenstein nacido de las entrañas moradas, Más Madrid, se lo ha comido literalmente y ha engullido, de paso, al PSOE, al que ha empatado en escaños pero superado en votos, haciendo mayor la debacle socialista. La marca ‘errejoniana’ salva los muebles.

Adiós también a Ciudadanos. La ambivalencia y los ecos de traición de Ignacio Aguado han pasado factura a la formación naranja, desaparecida y sin representación. Sus agrupaciones al sur de la capital también están a borde de la extinción, como Podemos, que se aferra a un clavo ardiendo a pesar de los escándalos que protagonizan sus dirigentes (véase Alcorcón).

Ya advertimos que Madrid iba a marcar la agenda de la política española. Los madrileños hemos hablado y dicho basta a la imposición, a la mentira, a prostituir todas las instituciones bajo esa máxima maquiavélica de alcanzar los fines bajo cualquier medio. Incluso utilizando de forma bochornosa y hasta el día de reflexión un organismo público como el CIS, que ha fracasado estrepitosamente en su vaticinio. No lo vio o no quiso verlo, pero el huracán Ayuso ya está a las puertas de la Moncloa.